El cielo se oscurecía levemente cada minuto que
pasaba en mi reloj de mano, y casi sin darme cuenta, cuando levanté la vista
una capa de color azul marino cubría el cielo, adornado de estrellas y astros
errantes. Las almas que habitaban las calles desiertas de este infierno de
ciudad vagaban despreocupadas, con o sin destino, rumbo a la nada, caminaban
por una constante cuerda floja sin siquiera notarlo.
De diez personas que pasaron a mi lado, once estaban
desconectadas. Desconectadas del mundo, ambulantes, tratando con un ímpetu
excesivo de separarse de la realidad a la que estaban atados de por vida. Y
creían que luchaban contra una sociedad que nos los dejaba ser, cuando en
realidad lo que no los dejaba ser eran ellos mismos. Estaban aferrados a este
orbe sólo porque una parte de sí lo estaba. Pero siempre hay que culpar a otro
cuando la respuesta a un interrogante no se presenta de manera sencilla, como
suele hacerlo en historias míticas o en casos ya resueltos. ¿Cómo poder levantar vuelo, si una parte de
nosotros no quiere dejar el nido?
Todo eso me sacaba una pequeña sonrisa, la sombra de
una ironía, desprovista de alegría y tristeza, algo irreal dirían los
escépticos. Seguí mi camino, sin dejarme distraer por esas almas que se atormentaban
de una manera que pasaba inadvertida para el ojo humano, llena de curiosidad y espíritu.
Mi mirada se encontró muchos ojos casi
tan ávidos de conocimiento como los míos, y se me escapó otra sonrisa, casi sin
quererlo así.
Ruidos provenientes de distintos artefactos
inundaban mis oídos, casi saturándolos, y el cielo se volvía cada vez más
oscuro tratando de alcanzar una meta invisible, y cuando una persona me chocó
levemente con su hombro me paré en seco y dejé que unas palabras, las primeras
en toda la jornada, se deslizaran de mis labios y quedaran atrapadas en un
remolino de aire y vapor invernal.
-Yo…compro sueños. ¿No tienes ninguno para venderme?
El viento se llevo mi voz hasta los oídos de ese
joven desafortunado, a quien le tomo más de unos minutos comprender lo que le
decía. ¡Pobre chico! Se creyó victima
de una broma estúpida y sin sentido; eso solía pasarme, aunque todavía no
terminaba de entenderlo. ¿Qué era lo que lo sorprendía o le hacía pensar que le
estaba jugando una mala pasada al pedirle prestado un par de sueños por unos
billetes? La sociedad hace eso todo el tiempo, y nadie se le ríe en la cara.
Pero…pensándolo bien, nadie se dirige directamente a ella, y mucho menos para reírsele.
Un gesto para nada amistoso se dibujó en sus
fracciones, haciéndolo parecer algo grotesco, debería decir. Soltó improperios
antes de volverse a su camino sin rumbo, perdido en un mar de piezas de
rompecabezas que no encajaban; porque no querían, porque no podían, porque eran
incapaces.
Quedé algo desconcertada, ¡que descortés que era la gente con la que convivía mí día a día! Mi
cabeza colgaba de las nubes más altas que podrían habitar el inmenso cielo si
fuera de mañanita o tarde, espumosa y de un color blanquecino y puro; como mi alma.
Di vueltas sobre mí mismo eje demasiadas veces como para recordar cuántas, y
ante mí se impuso un prototipo ejemplar, un caballero servidor de nuestra
querida sociedad, nuestro más amado estereotipo. Mis pensamientos no estaban
del todo en la tierra, fue por eso que no dudé ni una milésima de segundo
cuando le pregunté suavemente, como si le estuviera susurrando al oído:
-Disculpe mi atrevimiento, pero ¿no me regalaría una
sonrisa?
El horror de su rostro terminó por sorprenderme, me
observaba como si le hubiera solicitado un cheque por miles de billetes a
cambio de nada. Estaba tan vacío, más de lo que esperaba, que no pude evitar
sentir lástima por él, por los que eran cómo él, por los que lo habían creado.
Le dediqué una sonrisita lúgubre antes de seguir
caminando, sin esperar una respuesta de ninguna índole de su parte, pues era
tan predecible que me aterraba.
Menudo mundo en el que vivimos, ya nadie regala ni vende las cosas de
importancia.

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